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miércoles, 27 de octubre de 2010

El extraño miedo a la verdad


Hay verdades que no se dicen. Eso es lo que nos leyó de un libro de Manuel Rivas un profesor en la facultad hace solo unos pocos días en su clase. Hay personas que adolecen de un profundo miedo a la verdad, que teme ver desmoronarse sus castillos de pensamientos ilógicos, su propia vida o al menos una parte muy importante de ella, construidos por supuestos equívocos como el que pretende levantar un edificio con papel y pegamento. El mejor ejemplo lo encontré hace unos pocos años leyendo una vieja edición de San Manuel Bueno, Mártir (un excelente libro que trata con mucho más detalle, cuidado y mimo este mismo tema entre otros y cuya lectura es totalmente recomendable), en cuya introducción el autor del que no recuerdo su nombre describe como Unamuno, en uno de sus viajes por España, pasó la noche en un viejo monasterio de una pequeña orden religiosa católica. Allí, cenando y conversando agradablemente con los monjes llegó el abad, a cuyas manos había llegado meses antes un ejemplar de ese libro y lo había leído y releído una y otra vez hasta rozar la obsesión. El abad le pidió amablemente a Unamuno que dejase la cena y le acompañase a un lugar apartado para poder hablar. El rector de la Universidad de Salamanca le acompañó para escuchar lo que aquel venerable monje quería decirle. No estoy seguro de que mi memoria recuerde los detalles, pero creo acordarme bastante fielmente de la esencia de lo que le dijo entonces dicho abad.
En resumen aquel anciano le tiró de las orejas simbólicamente, con una sonrisa en la cara pero, me pareció intuir en lo que leí, con un profundo temor en la mirada que inútilmente trataba de esconder, esa mirada que tienen las personas que se enfrentan casi al final de su vida a la posibilidad de que la hayan malgastado siguiendo un dogmatismo erróneo y, por tanto, obligatoriamente ridículo.
Hay dudas que nunca hay que escribir y que hay que guardarse para uno mismo. Eso fue lo que creo que dijo.
La religión, en especial el Cristianismo Católico, nos ha brindado a lo largo de sus dos mil años de historia multitud de ejemplos sobre este tema: la teoría geocéntrica, la Tierra Plana, el creacionismo, la persecución y quema de brujas… en todas estas historias de las que resultaron asesinadas tantas y tantas personas con sus correspondientes familias rotas, el argumento que mayor peso tenía siempre era para evitar la alteración del orden público y eliminar ideas equivocadas. Sin embargo, uno no tiene porque irse a los grandes ejemplos que nos da siempre la historia para estos casos y puede encontrar, si sabe apreciar mínimamente la vida, ejemplos de esto en su propia vida: el chico que insulta a los homosexuales orgulloso de su virilidad y que responde nervioso que no cuando le preguntan si besaría a un hombre (¡no por Dios! ¡no vaya a ser que le guste!), la abuela que acude cada domingo a la misa y que reza sin entender del todo el verdadero significado de esas mismas oraciones creadas hace siglos y que pone velas a santos y vírgenes con absoluta devoción, una absoluta devoción que no varía de la superstición del niño que cree en el ratoncito Pérez.
Hace menos de una semana escribí un pequeño párrafo sobre el amor, una cita inexacta del gran Pérez-Reverte, el escritor de boli bic y bloc de notas en una mano y Kalashnikov en la otra al que adoré hace muy pocos años y por el que aún siento un profundo respeto por su literatura. La cita en sí importa poco, sin embargo me sorprendió como mucha gente me habló sobre el tema, como si me intentase corregir, y como todas ellas lo hacían un tanto asustadas, como si hubiese destrozado un secreto que debía permanecer intacto y que ahora ellos intentaban arreglar sin mirar directamente a los ojos, como incómodos.
El miedo a haberse equivocado es terrible, es la humillación más grande para muchas personas, y más aún en la sociedad actual que se basa en el conocimiento y donde el orgullo y el honor ya no están en los actos sino en las palabras y las ideas. Pero nada de esto es una excusa para intentar evitar la verdad, o como mínimo, la sana y necesaria discusión, el contraste de ideas. No hay que olvidar que nadie sabe seguramente casi nada, y que el oscuro dogmatismo es el peor error en el que puede caer alguien para quien su conocimiento determina su vida.

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