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viernes, 8 de octubre de 2010

El extraño amor de ciertas personas

Por Moisés Blanco.
Hace ya bastantes meses me sorprendió oír de la boca de una compañera de la facultad una idea que hasta hace muy poco yo también compartí. Como en cualquier texto sobre este tipo de asuntos, podría dedicarme a reírme a base de ironía de las personas que comparten dicha idea, pero en realidad esto no sería diferente a decir lo tontas que son por no haberse dado cuenta aún de lo listo que soy yo por si haberlo hecho. Hoy pasaré de ello, tanto por mi propia incapacidad para hacerlo ya como porque considero que la ironía hiriente hay veces que es mejor que uno se la guarde en el bolsillo y empleé en vez de ella palabras salidas del corazón, más directas y sinceras.
Mi compañera, una chica mayor que yo y de ya los suficientes años como para empezar a tener una opinión mínimamente sólida del asunto en cuestión habló sobre el amor, y literalmente, dijo que eran solo hormonas yendo que acá para allá como locas. Después le dio una calada a su cigarrillo, satisfecha por la frase que acababa de pronunciar como si pensase que había dicho lo que todos teníamos en mente y no nos atrevíamos o no
éramos capaces de decir.
La concepción del amor viéndolo como una interacción sin más de hormonas en el sistema nervioso, el aumento de la actividad de la amígdala, el descenso de actividad del neocórtex o el chute de dopamina o oxitocina en la sangre es algo que con mayor o menor conocimiento de detalles comparten últimamente más y más personas de esta sociedad.
No pretendo decir que el amor es la sublimación del alma o la más excelente de las capacidades humanas, porque realmente el amor es lo que es: un juego de hormonas. Ahora yo pregunto ¿qué más da? La vida, vista también de esa manera, es solo un potaje de elementos químicos jugando unos con otros, y aquí viene mi argumento madre, no por ello deja de ser lo maravillosa y terrible que era antes de que supiésemos eso.
Diciendo despectivamente que el amor es solo hormonas, mi compañera vino a mostrarme sin darse cuenta la triste concepción que tiene ella misma de la vida, de lo pequeño que nos ve al resto y a ella misma. No nos engañemos. Somos pequeños, pero ella, en vez de vernos como moscas, nos ve como los piojos de los microbios si estos lo tuviesen.
Pienso yo, esto sería prácticamente lo mismo decir que respirar una bocanada de aire fresco después de aguantar la respiración es muchísimo menos intenso y agradable de lo que es en realidad, algo despreciable y prescindible por su propia bajeza,  por saber que lo que estamos haciendo es en realidad  solamente ensanchar a través de la tensión de ciertos músculos y membranas de nuestro pecho para, con este cambio de volumen que provoca un descenso de la presión intratorácica, hacer que entre el aire más cercano a nuestras fosas nasales y que al paso de éste por la cavidad nasal, los elementos presentes en el aire hagan contacto con las glándulas sensoriales de allí para que estas los capten y le transmitan al cerebro a modo de impulsos electroquímicos que a lo que huele el aire. Pienso yo que para mí el olor a eucalipto, a tierra mojada y a hierba recién cortada que uno es capaz de captar cuando pasea tranquilamente por el monte solo, maravillado ante la bonita sencillez de la naturaleza, sigue siendo tan agradable como antes de que supiese su explicación, porque no deja de ser su explicación.
A decir verdad y refiriéndonos a esto último, la gente tiende últimamente a confundir la explicación del misterio con el robo de la magia del misterio, y como niños chicos que han perdido su juguete se dedican a decir a todo el mundo que en realidad para él nunca fue importante eso, que solo era un juguete.
Esto no deja de recordarme a una cita que leí en el muy recomendable libro del mayor ateo del mundo, Richar Dawkins, en su libro El espejismo de Dios. Dawkins citaba al filósofo ganador del Nobel Bertrand Rusell, más exactamente a una frase que escribió en su ensayo Lo que yo creo y que opino que viene como anillo al dedo para hablar de este tema: “Incluso aunque las ventanas abiertas de la ciencia al principio nos hagan estremecer de frío en el calor de los mitos humanos tradicionales, al final el aire fresco nos da vigor, y los grandes espacios son esplendorosos por derecho propio”.
Acepto que saber el misterio del amor fue una especie de bidón de agua fría para el imaginario colectivo, un imaginario que hasta hace escasos doscientos años creía felizmente en un gas etéreo dentro de nuestro cuerpo al que le llamaban alma y a la que le concedían propiedades místicas divinas per me sorprende ver como la gente parecía esperar que en realidad el amor era algo mágico, algo superior a nosotros. Porque aunque en realidad lo sea, al menos para mí, en el sentido más biológico que se puede tener (tengamos en cuenta que el amor surgió casi a la par que la vida, mucho antes que la propia Muerte o el propio sexo, debido al cual antes se le atribuía su existencia), el amor no deja de ser lo que es, un juego de hormonas. Un genial y bendito juego de hormonas que no por ello hay que despreciar ni insultar, porque haciéndolo, uno no deja de insultarse a sí mismo, tristemente, impidiéndose disfrutar de la mejor posibilidad que brinda la vida.

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