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domingo, 31 de octubre de 2010

El extraño caso de primer borrador


Ayer a la noche terminé el borrador de una novela.
En realidad esto que escribo tiene un poco de mentira. Ni ayer terminé el borrador ni lo que escribí es exactamente una novela, pero como decía Jack el Destripador, vayamos por partes.
No terminé el borrador porque me di cuenta de que lo que la historia que escribí aún no tiene final, y esto tiene que ver con la segunda parte de la mentira.
No es exactamente una novela lo que escribí, sino una reflexión, quizás una introspección íntima de la que espero que todos las que la lean la sientan tan íntima como yo y se sientan identificados, encontrando en mis palabras las que ellos no podían pronunciar.
Un amigo me dijo cuando empecé a escribirla que uno nunca debe escribir sobre uno mismo, y recuerdo que en La historia que me escribe Fernando Trías de Bes decía exactamente lo mismo. Que a casi nadie le interesa la historia de un Yo minúsculo, a excepción de esas tres o cuatro personas a las que uno se siente más cercanos, a sus padres y quien sabe si a algún amigo o familiar más y a lo que tiene que aspirar todo hombre con un lápiz y un papel es a escribir sobre lo que trasciende de uno mismo. A mi aquello no me importó demasiado, tal vez porque como decía Borges, hasta el más mínimo acto conlleva consigo la explicación de todo el universo.
Decidí escribir esto porque necesitaba encontrarle así el sentido que me faltaba, no pretendí crear literatura aunque me valiese de ella para esto, porque es la única herramienta que puedo usar mínimamente para esto aunque no sea hábil con ella. Hay ocasiones, sobre todo en los asuntos más turbios y confusos que uno vive, en los que la persona no encontrará el más mínimo sentido a lo que ha hecho, quizás por efecto de su ignorancia. Ese fue mi caso, pero cualquiera que, como yo, haya vivido lo que viví durante el anterior año entenderá que sentir que las cosas escapan al control de uno pueden terminar por cabrearlo con toda la existencia.
Y ahora, después de haber acabado sin acabar esa novela que no es una novela, me encuentro con que aunque no le haya encontrado ese sentido, si puedo sin embargo intuirlo entre las líneas que escribí y el reflejo en el agua turbia que soy yo  puesto en palabras.
Veo ahora con esa claridad que nunca sentí mis actos, y me veo a mi mismo como es el resto de las personas: pequeño, ridículo, grande y complejo y sobre todo, deseoso de saber como acabará mi historia, que es mi vida.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El extraño miedo a la verdad


Hay verdades que no se dicen. Eso es lo que nos leyó de un libro de Manuel Rivas un profesor en la facultad hace solo unos pocos días en su clase. Hay personas que adolecen de un profundo miedo a la verdad, que teme ver desmoronarse sus castillos de pensamientos ilógicos, su propia vida o al menos una parte muy importante de ella, construidos por supuestos equívocos como el que pretende levantar un edificio con papel y pegamento. El mejor ejemplo lo encontré hace unos pocos años leyendo una vieja edición de San Manuel Bueno, Mártir (un excelente libro que trata con mucho más detalle, cuidado y mimo este mismo tema entre otros y cuya lectura es totalmente recomendable), en cuya introducción el autor del que no recuerdo su nombre describe como Unamuno, en uno de sus viajes por España, pasó la noche en un viejo monasterio de una pequeña orden religiosa católica. Allí, cenando y conversando agradablemente con los monjes llegó el abad, a cuyas manos había llegado meses antes un ejemplar de ese libro y lo había leído y releído una y otra vez hasta rozar la obsesión. El abad le pidió amablemente a Unamuno que dejase la cena y le acompañase a un lugar apartado para poder hablar. El rector de la Universidad de Salamanca le acompañó para escuchar lo que aquel venerable monje quería decirle. No estoy seguro de que mi memoria recuerde los detalles, pero creo acordarme bastante fielmente de la esencia de lo que le dijo entonces dicho abad.
En resumen aquel anciano le tiró de las orejas simbólicamente, con una sonrisa en la cara pero, me pareció intuir en lo que leí, con un profundo temor en la mirada que inútilmente trataba de esconder, esa mirada que tienen las personas que se enfrentan casi al final de su vida a la posibilidad de que la hayan malgastado siguiendo un dogmatismo erróneo y, por tanto, obligatoriamente ridículo.
Hay dudas que nunca hay que escribir y que hay que guardarse para uno mismo. Eso fue lo que creo que dijo.
La religión, en especial el Cristianismo Católico, nos ha brindado a lo largo de sus dos mil años de historia multitud de ejemplos sobre este tema: la teoría geocéntrica, la Tierra Plana, el creacionismo, la persecución y quema de brujas… en todas estas historias de las que resultaron asesinadas tantas y tantas personas con sus correspondientes familias rotas, el argumento que mayor peso tenía siempre era para evitar la alteración del orden público y eliminar ideas equivocadas. Sin embargo, uno no tiene porque irse a los grandes ejemplos que nos da siempre la historia para estos casos y puede encontrar, si sabe apreciar mínimamente la vida, ejemplos de esto en su propia vida: el chico que insulta a los homosexuales orgulloso de su virilidad y que responde nervioso que no cuando le preguntan si besaría a un hombre (¡no por Dios! ¡no vaya a ser que le guste!), la abuela que acude cada domingo a la misa y que reza sin entender del todo el verdadero significado de esas mismas oraciones creadas hace siglos y que pone velas a santos y vírgenes con absoluta devoción, una absoluta devoción que no varía de la superstición del niño que cree en el ratoncito Pérez.
Hace menos de una semana escribí un pequeño párrafo sobre el amor, una cita inexacta del gran Pérez-Reverte, el escritor de boli bic y bloc de notas en una mano y Kalashnikov en la otra al que adoré hace muy pocos años y por el que aún siento un profundo respeto por su literatura. La cita en sí importa poco, sin embargo me sorprendió como mucha gente me habló sobre el tema, como si me intentase corregir, y como todas ellas lo hacían un tanto asustadas, como si hubiese destrozado un secreto que debía permanecer intacto y que ahora ellos intentaban arreglar sin mirar directamente a los ojos, como incómodos.
El miedo a haberse equivocado es terrible, es la humillación más grande para muchas personas, y más aún en la sociedad actual que se basa en el conocimiento y donde el orgullo y el honor ya no están en los actos sino en las palabras y las ideas. Pero nada de esto es una excusa para intentar evitar la verdad, o como mínimo, la sana y necesaria discusión, el contraste de ideas. No hay que olvidar que nadie sabe seguramente casi nada, y que el oscuro dogmatismo es el peor error en el que puede caer alguien para quien su conocimiento determina su vida.

sábado, 16 de octubre de 2010

El extraño caso del arzobispo y el pastor


Leyendo el periódico hace ya unos meses me fue imposible no comparar a Dionigi Tettamanzi con Terry Jones, arzobispo de Milán y pastor evangélico de Florida respectivamente. Para quien no lo sepa, Terry Jones pasó a ser conocido internacionalmente a raíz de su amenaza de quema de varios ejemplares del Corán en EEUU, cuando se supo que se construiría una mezquita cerca de la Zona Cero. Dionigi Tettamanzi es por su parte menos conocido en el panorama internacional (aunque no en Italia cuando su nombre apareció en las listas de los posibles sucesores del Papa Juan Pablo II hasta que finalmente fue elegido Ratzinger) hasta que reapareció en septiembre en los titulares de los periódicos italianos coincidiendo con el ramadán, fecha en la que volvió a la carga para exigir, y recalco, de nuevo a las autoridades italianas que se construyese en Milán una mezquita para las más de 100.000 personas que integran la comunidad musulmana de esa ciudad, aludiendo al derecho que tienen todos los seres humanos de practicar su fe en un sitio adecuado para ello.
Digo que me fue imposible no compararlos porque en ellos dos a uno le es imposible no encontrar la cara y la cruz del relativismo cultural. En Terry Jones, el dogmatismo cerrado y la negación total al uso de la empatía y la comprensión, o en cualquier caso, a la empatía o a la comprensión mal usada. Y en Dionigi Tettamanzi, la aceptación y hasta la defensa de extranjeros en tierras extrañas, una suerte de Voltaire contemporáneo que a pesar de haber escogido la vida religiosa, se mantiene fiel al ideal de No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo (1).
No entraré en la discusión de si la causa religiosa es tan significativa como aparenta ser y si es una correcta motivadora de la lucha entre razas, culturas y hermandades, porque ese es una discusión que le queda pequeña a este par de párrafos escritos en un blog y porque aún me faltan muchos libros por leer, muchas personas con las que hablar y muchos lugares por conocer antes de tener una opinión mínimamente fundada sobre ello, pero si  puedo decir que yo al menos se con cuál de las dos caras de la moneda me identifico.


 El pastor Terry Jones a la izquierda y el arzobispo Tettamanzi a la derecha

(1) En realidad esta cita es erróneamente atriuida a Voltaire, fue escrita por Evelyn Beatrice Hall en Los amigos de Voltaire (1906) como resumen de la actitud de Voltaire (bendita wikipedia).

viernes, 8 de octubre de 2010

Pablo y sus pajas mentales

[ esto no es una crítica en su sentido escrito, es una movida más literaria, un relato si se prefiere]

Por Eduardo Apariz.

El hombre gordo del traje vomitaba palabras sin importarle mucho que alguien le escuchase. Cien quilos de carne magra embutidos en cashmere escupiendo letanías sin descanso, con sus ademanes y su pose de profeta.Vibraba y vibraba aquel cuello rubicundo e inabarcable.

Los alumnos habían dejado de prestar atención hacía ya tiempo pero poco importaba.Bla, bla, bla. Sus manos cortaban el aire con un vuelo plomizo y desacompasado, como dos pájaros de cemento.Que si los griegos, que si los fenicios, que si la madre que lo parió.
Pablo definitivamente había decidido ponerse a lo suyo. Una a una iba imaginándose a sus compañeras de clase en bragas. Perniles, culos, tetas e ingles. Correteaban desnudas en su mente como reses de ganado.Quizás con un poco de suerte algún día podría fornicarse a alguna, quién sabe, a muchas chicas les gusta la poesía."¿A cuántas felaciones equivale un soneto?". Tic-tac. Todavía quedaba mucho tiempo para que se terminase la clase, así que Pablo se entregó por entero a sus fantasías,esta vez menos depravadas y decadentes: "¿ de qué hablarían un pingüino y un cactus?".
De repente ya no estaba en el aula, el hedor insoportable que despedía el morlaco trajeado se había disipado por completo.Ahora se encontraba en un lugar con un aire mucho más limpio, algo desangelado y yermo, pero mucho mejor oxigenado. A lo lejos balbuceaban un pingüino y un cactus, parecía que discutían sobre algo importante. Pablo se acercó y pudo escucharlos.

-Te hablo de un frío que haría tiritar al propio invierno, un frío irreductible y venenoso.-decía el Cactus con ese tono solemne que ponen a veces los vegetales.
-¿Qué sabrás tú de climas helados?En donde yo vivo el viento te cala los huesos.Nuestros pulmones son de escarcha.No vas a contarme nada que no sepa.- al Pingüino parecía no inquietarle mucho lo que le contaban.
-Créeme, el frío del que yo te hablo no se puede mitigar con ningún tipo de lumbre.
-Eres muy gracioso, me gustas.- el Pingüino tenía ese aire de socarronería que tienen casi todos los pingüinos que conozco.
- No pretendo hacerte reír.
- No te enojes, amigo. Vamos a ver, cuéntame. ¿Ni zambulléndote en los mares naranjas del sol se puede aplacar ese frío?
-Ni así. Ya te lo he dicho, el calor del fuego no sirve. Y tampoco el abrigo de la lana o el cuero.
-¿Entonces cómo se combate?
- Con certezas.
-¿Certezas?
-Sí, la certeza de que ,cuando la noche aterriza con su bisutería incandescente, hay alguien pensando en ti.

La clase había terminado. Las chicas levantaban sus traseros de los asientos, en la mente de Pablo lucían mucho mejor. Cogió la cazadora, se la puso.Hacía algo de frío.

El extraño amor de ciertas personas

Por Moisés Blanco.
Hace ya bastantes meses me sorprendió oír de la boca de una compañera de la facultad una idea que hasta hace muy poco yo también compartí. Como en cualquier texto sobre este tipo de asuntos, podría dedicarme a reírme a base de ironía de las personas que comparten dicha idea, pero en realidad esto no sería diferente a decir lo tontas que son por no haberse dado cuenta aún de lo listo que soy yo por si haberlo hecho. Hoy pasaré de ello, tanto por mi propia incapacidad para hacerlo ya como porque considero que la ironía hiriente hay veces que es mejor que uno se la guarde en el bolsillo y empleé en vez de ella palabras salidas del corazón, más directas y sinceras.
Mi compañera, una chica mayor que yo y de ya los suficientes años como para empezar a tener una opinión mínimamente sólida del asunto en cuestión habló sobre el amor, y literalmente, dijo que eran solo hormonas yendo que acá para allá como locas. Después le dio una calada a su cigarrillo, satisfecha por la frase que acababa de pronunciar como si pensase que había dicho lo que todos teníamos en mente y no nos atrevíamos o no
éramos capaces de decir.
La concepción del amor viéndolo como una interacción sin más de hormonas en el sistema nervioso, el aumento de la actividad de la amígdala, el descenso de actividad del neocórtex o el chute de dopamina o oxitocina en la sangre es algo que con mayor o menor conocimiento de detalles comparten últimamente más y más personas de esta sociedad.
No pretendo decir que el amor es la sublimación del alma o la más excelente de las capacidades humanas, porque realmente el amor es lo que es: un juego de hormonas. Ahora yo pregunto ¿qué más da? La vida, vista también de esa manera, es solo un potaje de elementos químicos jugando unos con otros, y aquí viene mi argumento madre, no por ello deja de ser lo maravillosa y terrible que era antes de que supiésemos eso.
Diciendo despectivamente que el amor es solo hormonas, mi compañera vino a mostrarme sin darse cuenta la triste concepción que tiene ella misma de la vida, de lo pequeño que nos ve al resto y a ella misma. No nos engañemos. Somos pequeños, pero ella, en vez de vernos como moscas, nos ve como los piojos de los microbios si estos lo tuviesen.
Pienso yo, esto sería prácticamente lo mismo decir que respirar una bocanada de aire fresco después de aguantar la respiración es muchísimo menos intenso y agradable de lo que es en realidad, algo despreciable y prescindible por su propia bajeza,  por saber que lo que estamos haciendo es en realidad  solamente ensanchar a través de la tensión de ciertos músculos y membranas de nuestro pecho para, con este cambio de volumen que provoca un descenso de la presión intratorácica, hacer que entre el aire más cercano a nuestras fosas nasales y que al paso de éste por la cavidad nasal, los elementos presentes en el aire hagan contacto con las glándulas sensoriales de allí para que estas los capten y le transmitan al cerebro a modo de impulsos electroquímicos que a lo que huele el aire. Pienso yo que para mí el olor a eucalipto, a tierra mojada y a hierba recién cortada que uno es capaz de captar cuando pasea tranquilamente por el monte solo, maravillado ante la bonita sencillez de la naturaleza, sigue siendo tan agradable como antes de que supiese su explicación, porque no deja de ser su explicación.
A decir verdad y refiriéndonos a esto último, la gente tiende últimamente a confundir la explicación del misterio con el robo de la magia del misterio, y como niños chicos que han perdido su juguete se dedican a decir a todo el mundo que en realidad para él nunca fue importante eso, que solo era un juguete.
Esto no deja de recordarme a una cita que leí en el muy recomendable libro del mayor ateo del mundo, Richar Dawkins, en su libro El espejismo de Dios. Dawkins citaba al filósofo ganador del Nobel Bertrand Rusell, más exactamente a una frase que escribió en su ensayo Lo que yo creo y que opino que viene como anillo al dedo para hablar de este tema: “Incluso aunque las ventanas abiertas de la ciencia al principio nos hagan estremecer de frío en el calor de los mitos humanos tradicionales, al final el aire fresco nos da vigor, y los grandes espacios son esplendorosos por derecho propio”.
Acepto que saber el misterio del amor fue una especie de bidón de agua fría para el imaginario colectivo, un imaginario que hasta hace escasos doscientos años creía felizmente en un gas etéreo dentro de nuestro cuerpo al que le llamaban alma y a la que le concedían propiedades místicas divinas per me sorprende ver como la gente parecía esperar que en realidad el amor era algo mágico, algo superior a nosotros. Porque aunque en realidad lo sea, al menos para mí, en el sentido más biológico que se puede tener (tengamos en cuenta que el amor surgió casi a la par que la vida, mucho antes que la propia Muerte o el propio sexo, debido al cual antes se le atribuía su existencia), el amor no deja de ser lo que es, un juego de hormonas. Un genial y bendito juego de hormonas que no por ello hay que despreciar ni insultar, porque haciéndolo, uno no deja de insultarse a sí mismo, tristemente, impidiéndose disfrutar de la mejor posibilidad que brinda la vida.