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martes, 21 de diciembre de 2010

Parte del libro

Hubo un edificio en cuya última planta solo había un enorme y estrecho pasillo, de baldosas en el suelo y paredes blancas, sin ventanas, iluminado con bombillas viejas llenas de polvo, donde el aire olía a viejo y donde a uno se le erizaban los pelos de la piel sin saber muy bien el porqué.
En uno de los dos extremos de aquel raro pasillo había un hombre. Uno de tantos que se encuentran mientras se pasea por la calle distraído, uno que no se retendría en la retina nada más que un segundo, de edad indefinida, con corte de pelo indiferente y vestido sobriamente, que miraba fijamente hacia el otro extremo de aquel pasillo… donde solo había una puerta.
Nadie sabe que había detrás de esa puerta excepto ese hombre, el mismo hombre que ahora estaba sudando, que sentía ansiedad y al que le temblaban las piernas. La puerta parecía hacerse más grande y oscura por momentos, ocupando todo el pasillo, que a su vez se volvía más tenebroso y asfixiante.
La puerta se hacía tan grande que parecía respirar, y lo hacía tan fuerte que aquel hombre notaba como le robaba el aire de sus pulmones y que a cada inspiración le ardían más los pulmones.
La puerta palpitaba en el cerebro de aquel hombre, porque detrás de ella estaba lo que el propio hombre había colocado.
Solo él lo sabía, y lo recordaba perfectamente, como lo había colocado en medio de la sala  que había detrás del pasillo, como cerró la puerta y se dirigió a la salida, pero de repente se pregunto “¿y si pasara algo?”
Y allí calló en su juego, el inocente juego del Y si.
Mientras seguía dirigiéndose a la salida, empezó a imaginar lo que podría suceder, aquello que apenas tenía posibilidad de que ocurriese, pero que nadie podía desmentir. Una posibilidad, poco posible, pero terrible y angustiosa, le vino a la cabeza. Y le hizo sentir miedo. Enseguida vino otra, igual de improbable pero aún más horrible. Y luego otra, y otra más.
Y pensando en estas posibilidades, se paró, y lentamente se dio la media vuelta, y miró fijamente a aquella puerta.
Y empezó a sudar, a darse cuenta de lo que podía suceder.
No solo lo que era ajeno a su voluntad, sino lo que él mismo podía hacer. Todo lo que podía suceder.
Él había dejado detrás de aquella puerta lo que él perfectamente sabía que era, y sin embargo, a pesar de saber perfectamente lo que pasaba, le angustiaba cada vez más. Le empezaba a dar miedo.
Le daba miedo de que lo que había allí dentro le provocaba, y lo que aún podía provocarle. Y pensarlo le paralizaba, le angustiaba. Sentía nauseas.
No podía moverse. En realidad podía, pero el miedo se lo impedía, y en el fondo de su ser llegaba a pensar que en realidad aunque pudiese ni siquiera querría, y saber que su naturaleza le inclinaba a no moverse le angustiaba todavía más.
Y mientras miraba aquella puerta, que continuaba creciendo y aspirándolo todo dentro de su cabeza, el hombre se sentía cada vez más enfermo, menos hombre y más cosa. Deseaba que todo terminase, que todo acabase de una manera u otra, y fuese al fin libre, de una manera u otra…
Pero ser libre…ser libre implicaba encontrarse solo consigo mismo, y ya sabía que él mismo, su propia naturaleza, le era desagradable, o como mínimo contraria.
No, ya ni siquiera se podía acabar. Estaba encerrado, de cualquiera de las posibilidades estaba encerrado. Solo podía morir.
¿Pero y si al final morir no implicaba desaparecer? ¿Y si al final de todo resultaba que efectivamente había otra vida? Entonces tampoco habría descanso porque su naturaleza, él mismo, seguiría estando ahí. Y aunque no lo hubiese, seguía estando ahí esa posibilidad.
No podía escapar.
Estaba ahí encerrado.
Él, el pasillo, y detrás de aquel pasillo, aquel osito de peluche.

1 comentario:

  1. ¿Tanto rollo para descubrir que era un osito de peluche? jajaja.
    Ahora en serio, muy bueno.

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